POR MATEO SERRANO ESCOLAR
El castillo todavía estaba
habitado por dos o tres familias. No conocíamos las botas de fútbol. Los
apargates de lona tenían la suela muy fina y yo todavía no era consciente de
que me dolían tanto los pies porque los tengo cavos, muy cavos. Tampoco
gastábamos calcetas, ni siquiera calcetines (era verano) y el pie sudado y
resudado resbalaba a veces sobre el caucho, pero el polvo de los terragueros
formaba una costra profiláctica y no recuerdo que nadie dijese nunca que tenía
hongos en los pies; y es que, como decía mi padre: lavarse mucho es de
marranos.
La única prenda
deportiva era un pantalón corto multiusos que también nos servía para bañarnos
en el canal o en la balsa del cortijico. Uno de aquellos veranos nos sacó de
excurión el sobrino cura de la
Boulisa , ese sacerdote encantador que invitamos a cenar y
bendijo la Asociación
en el primer aniversario. La camiseta espor o camiseta no era una prenda
deportiva, pero este sencillo y humilde uniforme satisfizo nuestro deseo
infantil de parecer un equipo.
De izquierda a
derecha: Miguelín (descamisetado), José Rubio (José de María-las-telas),
Celestino (desarrollo y bigote precoces), Antoñete, Ginés “Barreiros”, Juan Fº,
Salvador “el Tirri”, Felipe, Yo, Pepe “el Zarco”, José “el litri”, Pepe “de la Elisa ”.
El balón era de
plástico. Lo compramos entre todos, poniendo un duro (cinco pesetas) y Juan
Francisco (el sobrino de la
Miñana , véase estampa II, lo compró en una tienda de Murcia
muy famosa que había en la calle Platería, el Bazar Murciano, donde me
compraron mis primeras botas de fútbol con tacos (eran de lona, no de cuero, y
de caucho). Junto al Bazar Murciano estaba la famosa Meca de los pantalones, a
la que íbamos como mucho una vez al año, antes de la Fiesta , porque pagabas dos
y te llevabas tres, con lo que ya tenías arreglo hasta que dieras el próximo
estirón y se te quedaran pequeños (no se tiraban, se guardaban para los
hermanos).
Un día de escuela, en
el recreo, estábamos tan metidos en el partido que no nos apercibimos de la
llamada del maestro para volver al aula (don Ginés se asomaba y daba dos
palmadas) y seguimos jugando. Al ver que las niñas ya no estaban corrimos
raudos hacia la clase donde el maestro nos aguardaba sonriente en la puerta.
Sin mediar palabra nos iba encajando con gran destreza una sonora bofetada que
nos impulsaba con rumbo seguro y ánimo compungido hacia el pupitre de destino.
Las escuelas nuevas
se componían de dos aulas en la planta baja, con letrina y patio traseros, y
sendas viviendas para los maestros en la planta alta. El ala oeste para los varones
y el ala este para las féminas. El mes de mayo era estupendo por muchas
razones. Una era que como era el mes de María, por las tardes íbamos un rato al
aula de las niñas a cantar juntos “con flores a María”.
Podría contaros cómo
era la escuela vieja (estaba junto a la casa del actual pedáneo) y cómo fue mi
primer día de escuela al regresar de Francia con el curso ya bien empezado y otras
anécdotas sabrosas, pero ya me está quedando demasiado largo y no quiero
cansaros.