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viernes, 4 de mayo de 2012

ESTAMPAS FUENTERAS IV

POR MATEO SERRANO ESCOLAR
La Fuente, verano de 1971, o poco más o menos. El campo estaba en el bancal que había detrás de las escuelas nuevas. Las escuelas nuevas se construyeron en 1965, en el lugar que ahora ocupa el centro social. Cuando empezaron a urbanizar esta zona (es posible que en la foto estuviéramos pisando el futuro patio de Ranín) el bancal de arriba estaba en rastrojo. En la foto de 1974 se observa que ya lo teníamos colonizado. Los zabarones muestran que las porterías se alineaban en la dirección este-oeste, con una notable inclinación en el mismo sentido. Recuerdo que posteriormente cambiamos las porterías a norte-sur debido a la presión urbanística (la inclinación era la misma). En esa época tuve mi primera fractura ósea jugando a la pelota. Fue un metatarsiano del pie derecho. Mi abuela, la tía Pupé, que era entonces una de las mejores fisioterapeutas del pueblo (pero desconocíamos esa palabra) porque, aunque era analfabeta, la gente decía que tenía “gracia” y remediaba muchos recalcones, esfalijaos y carnes cortadas. Pero mi abuela, que también era muy chistosa y ocurrente (se disfrazaba en carnaval con un saco de remolacha y un capazo de esparto a las espaldas y recorría las calles del pueblo con la chiquillería detrás jaleándola) –mi madre dice que ninguno de sus hijos y nietos le parecemos en ese aspecto- no pudo quitarme aquella dolencia, y un día mi padre tuvo que perder de trabajar para llevarme a coscoletas al coche viajero, y ya en Murcia al hospital, donde me escayolaron generosamente. Antes de los cuarenta días, como la pierna se me inflamaba y me dolía mucho, mi abuela me quitó la escayola con unas tijeras de podar e hice la rehabilitación cogiendo tápena por los barrancos de los lobos.
El castillo todavía estaba habitado por dos o tres familias. No conocíamos las botas de fútbol. Los apargates de lona tenían la suela muy fina y yo todavía no era consciente de que me dolían tanto los pies porque los tengo cavos, muy cavos. Tampoco gastábamos calcetas, ni siquiera calcetines (era verano) y el pie sudado y resudado resbalaba a veces sobre el caucho, pero el polvo de los terragueros formaba una costra profiláctica y no recuerdo que nadie dijese nunca que tenía hongos en los pies; y es que, como decía mi padre: lavarse mucho es de marranos.
La única prenda deportiva era un pantalón corto multiusos que también nos servía para bañarnos en el canal o en la balsa del cortijico. Uno de aquellos veranos nos sacó de excurión el sobrino cura de la Boulisa, ese sacerdote encantador que invitamos a cenar y bendijo la Asociación en el primer aniversario. La camiseta espor o camiseta no era una prenda deportiva, pero este sencillo y humilde uniforme satisfizo nuestro deseo infantil de parecer un equipo.
De izquierda a derecha: Miguelín (descamisetado), José Rubio (José de María-las-telas), Celestino (desarrollo y bigote precoces), Antoñete, Ginés “Barreiros”, Juan Fº, Salvador “el Tirri”, Felipe, Yo, Pepe “el Zarco”, José “el litri”, Pepe “de la Elisa”.
El balón era de plástico. Lo compramos entre todos, poniendo un duro (cinco pesetas) y Juan Francisco (el sobrino de la Miñana, véase estampa II, lo compró en una tienda de Murcia muy famosa que había en la calle Platería, el Bazar Murciano, donde me compraron mis primeras botas de fútbol con tacos (eran de lona, no de cuero, y de caucho). Junto al Bazar Murciano estaba la famosa Meca de los pantalones, a la que íbamos como mucho una vez al año, antes de la Fiesta, porque pagabas dos y te llevabas tres, con lo que ya tenías arreglo hasta que dieras el próximo estirón y se te quedaran pequeños (no se tiraban, se guardaban para los hermanos).
Un día de escuela, en el recreo, estábamos tan metidos en el partido que no nos apercibimos de la llamada del maestro para volver al aula (don Ginés se asomaba y daba dos palmadas) y seguimos jugando. Al ver que las niñas ya no estaban corrimos raudos hacia la clase donde el maestro nos aguardaba sonriente en la puerta. Sin mediar palabra nos iba encajando con gran destreza una sonora bofetada que nos impulsaba con rumbo seguro y ánimo compungido hacia el pupitre de destino.
Las escuelas nuevas se componían de dos aulas en la planta baja, con letrina y patio traseros, y sendas viviendas para los maestros en la planta alta. El ala oeste para los varones y el ala este para las féminas. El mes de mayo era estupendo por muchas razones. Una era que como era el mes de María, por las tardes íbamos un rato al aula de las niñas a cantar juntos “con flores a María”.
Podría contaros cómo era la escuela vieja (estaba junto a la casa del actual pedáneo) y cómo fue mi primer día de escuela al regresar de Francia con el curso ya bien empezado y otras anécdotas sabrosas, pero ya me está quedando demasiado largo y no quiero cansaros.